miércoles, 23 de mayo de 2007

GLOBALIZACION DEL TERROR

Irene Khan, secretaria general de Amnistía Internacional
Prologo Informe 2007
El pasado mes de septiembre, en un campo provisional en las afueras de El Jeniena, en la región sudanesa de Darfur, escuché a una mujer describir el ataque perpetrado contra su pueblo por la milicia respaldada por el gobierno. Murieron tantos hombres que no quedó ninguno para enterrar a los muertos, y las mujeres tuvieron que realizar esta luctuosa tarea. Escuché a muchachas a quienes sus propias comunidades habían abandonado después de que las violaran miembros de la milicia. Escuché a hombres que habían perdido todo, excepto su sentido de la dignidad. Eran personas corrientes de extracción rural. Quizá no entendieran las sutilezas de los “derechos humanos”, pero conocían el significado de la palabra “justicia”. No podían entender por qué el mundo no hacía algo para remediar su difícil situación.
Era un ejemplo más de la mortífera mezcla de indiferencia, deterioro e impunidad que caracteriza hoy el panorama de los derechos humanos. Los derechos humanos no constituyen sólo una promesa incumplida, sino también traicionada.
Señalemos, por ejemplo, la incapacidad de pasar de la retórica a la práctica en materia de derechos sociales y económicos. A pesar de las promesas recogidas en la Declaración Universal de Derechos Humanos y en los tratados internacionales sobre derechos humanos, según las cuales toda persona tendrá derecho a un nivel de vida adecuado y a disponer de comida, agua, techo, educación, trabajo y asistencia médica, más de mil millones de personas carecen de agua no contaminada, 121 millones de niños no van a la escuela, la mayoría de los 25 millones de personas con VIH/sida en África no tienen acceso a asistencia médica y medio millón de mujeres mueren cada año durante el embarazo o el parto. La delincuencia y la brutalidad policial también afectan más a los pobres.
En septiembre del año 2000, dirigentes de todo el mundo adoptaron la Declaración del Milenio –que tenía como tema central los derechos humanos– y establecieron los Objetivos de Desarrollo del Milenio, en los que se fijaban metas concretas y viables para 2015. Estas metas se ocupan de cuestiones como el VIH/sida, el analfabetismo, la pobreza, la mortalidad infantil y materna y la ayuda al desarrollo. Pero los avances en la realización de los objetivos han sido exasperantemente lentos y de una insuficiencia desoladora. No podrán conseguirse sin un firme compromiso para con el respeto igualitario de todos los derechos humanos, tanto los económicos, sociales y culturales como los civiles y políticos.
Resultan sorprendentes la indiferencia, la apatía y la impunidad que permiten que persista la violencia contra millones de mujeres. En países de todo el mundo las mujeres sufren múltiples formas de violencia, como la mutilación genital, la violación, los malos tratos a manos de sus parejas y los homicidios en nombre del “honor”. Aunque gracias a los esfuerzos realizados por los grupos de mujeres existen en la actualidad leyes, políticas, tratados y mecanismos internacionales concebidos con el propósito de protegerlas, estos instrumentos siguen sin estar a la altura de las circunstancias. Además, existe un peligro real de que se produzca una reacción violenta contra los derechos humanos de las mujeres por parte de elementos conservadores y fundamentalistas.
Los derechos humanos de las mujeres no son la única víctima del ataque contra los valores fundamentales que está sacudiendo el mundo de los derechos humanos. A este respecto nada ha sido tan perjudicial como los esfuerzos del gobierno estadounidense para atenuar la prohibición absoluta de la tortura.
Amnistía Internacional publicó en 1973 su primer informe sobre la tortura. En él se decía lo siguiente: “[L]a tortura prospera con el secretismo y la impunidad. Levanta cabeza cuando se eliminan las barreras jurídicas contra ella. Se alimenta de la discriminación y el miedo. Gana terreno cuando no es absoluta su condena oficial”. Las fotografías de detenidos bajo custodia estadounidense en Abu Ghraib (Irak) demuestran que lo que era verdad hace 30 años sigue siéndolo en la actualidad.
A pesar de la indignación prácticamente unánime provocada por las fotografías de Abu Ghraib y los indicios que señalan que estos métodos se están utilizando con otros presos bajo custodia de Estados Unidos en Afganistán, Guantánamo y otros lugares, ni el Congreso ni el gobierno estadounidenses han pedido que se efectúe una investigación completa e independiente.
Por el contrario, el gobierno estadounidense se ha empleado a fondo para restringir la aplicación de los Convenios de Ginebra y “redefinir” la tortura. Ha tratado de justificar el uso de técnicas de interrogatorio coercitivas, la práctica de mantener “detenidos fantasma” (personas que se encuentran detenidas en régimen de incomunicación no reconocida) y la “cesión” o entrega de prisioneros a terceros países donde se sabe que se practica la tortura. El centro de detención de Guantánamo se ha convertido en el gulag de nuestra época, consolidando la práctica de la detención arbitraria e indefinida en violación del derecho internacional. Los juicios ante comisiones militares han sido una parodia de la justicia y de las garantías procesales.
Estados Unidos, en su calidad de hiperpotencia política, militar y económica sin rival en el mundo, marca la pauta del comportamiento de los gobiernos a nivel mundial. Cuando el país más poderoso del mundo se burla del Estado de derecho y de los derechos humanos, está dando permiso para que otros países cometan abusos con impunidad y audacia. De Israel a Uzbekistán, de Egipto a Nepal, los gobiernos han desafiado abiertamente los derechos humanos y el derecho internacional humanitario en nombre de la seguridad nacional y la lucha contra el terrorismo.
Hace sesenta años, un nuevo orden mundial surgió de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, estableciendo como principal objetivo de la ONU el respeto de los derechos humanos, junto a la paz, la seguridad y el desarrollo. En la actualidad, la ONU no parece mostrarse capaz ni deseosa de pedir responsabilidades a sus Estados miembros.
En un último ejemplo de parálisis, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas no ha conseguido aunar voluntades para emprender acciones efectivas en Darfur. En este caso ha sido rehén de los intereses petroleros de China y del comercio de armas de Rusia. Como consecuencia de este fracaso, los mal equipados observadores de la Unión Africana son testigos de crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad sin poder hacer nada por evitarlos. Queda por ver si el Consejo de Seguridad de la ONU sigue la recomendación de la Comisión Internacional de Investigación y remite el caso de Darfur a la Corte Penal Internacional.
La Comisión de Derechos Humanos de la ONU se ha convertido en un foro donde se chalanea con los derechos humanos. El año pasado dejó de analizar el caso de Irak, fue incapaz de adoptar medidas sobre Chechenia, Nepal o Zimbabue y guardó silencio sobre Guantánamo.
La capacidad del Estado para proteger los derechos humanos está en crisis a nivel nacional. En algunos lugares, los grupos armados –caudillos militares, bandas de delincuentes o jefes de clanes– controlan la vida de la gente. En muchos países, la corrupción, la mala gestión, el abuso de poder y la violencia política han socavado la gobernanza de los asuntos públicos. En una economía globalizada, los acuerdos sobre comercio internacional, las instituciones financieras internacionales y las grandes empresas marcan cada vez más la pauta. Sin embargo, existen pocos mecanismos para abordar sus efectos sobre los derechos humanos, y aún hay menos sistemas adecuados de rendición de cuentas.
Ha llegado el momento de volver a analizar con serenidad lo que debemos hacer para revitalizar el sistema de derechos humanos y nuestra fe en sus valores permanentes. Ése es el sentido de las sentencias de la Corte Suprema de Estados Unidos sobre los detenidos de Guantánamo y de los jueces lores del Reino Unido sobre la detención indefinida de “presuntos terroristas” sin cargos ni juicio. Ése es el mensaje de la participación multitudinaria y espontánea de millones de personas en las manifestaciones celebradas en España en protesta por los atentados con explosivos de Madrid, de los levantamientos populares de Georgia y Ucrania, del creciente debate sobre los cambios en Oriente Medio.
En el seno de la propia ONU, el nombramiento en 2004 de un nuevo alto comisionado para los Derechos Humanos y el informe encargado por el secretario general de la ONU a un Grupo de Alto Nivel sobre las Amenazas, los Desafíos y el Cambio han creado un entorno favorable a las reformas y a la renovación del sistema de derechos humanos. Éstas deben basarse en valores y objetivos compartidos, en el Estado de derecho más que en un poder arbitrario, en la cooperación mundial más que en una actitud temeraria unilateral.
La credibilidad del sistema internacional de derechos humanos depende de su capacidad para reafirmar la primacía de los derechos humanos y su papel fundamental a la hora de abordar todas las amenazas a la paz y a la seguridad internacionales. Los desafíos que debe afrontar el liderazgo de la ONU y sus Estados miembros son evidentes:
reafirmar y reiterar los derechos humanos como la encarnación de los valores comunes y de las normas universales de dignidad, igualdad, justicia y decoro humanos. Reconocerlos como la base de nuestra seguridad común y no como un obstáculo capaz de minarla;
oponerse a los esfuerzos para atenuar la prohibición absoluta de la tortura y los tratos crueles, inhumanos y degradantes. La tortura es ilegítima y moralmente condenable. Deshumaniza tanto a quien la sufre como a quien la practica. Representa la máxima corrupción humana. Si la comunidad internacional permite la erosión de este pilar fundamental, no puede esperar salvar los demás;
condenar de manera inequívoca los abusos contra los derechos humanos perpetrados por quienes han llevado a la humanidad a cotas de bestialidad y brutalidad desconocidas hasta ahora, volando trenes de cercanías en Madrid, tomando como rehenes a los niños de una escuela de Beslán y decapitando a trabajadores de ayuda humanitaria en Irak, pero subrayar con firmeza la responsabilidad que tienen los gobiernos de enjuiciar a los responsables dentro de los límites del Estado de derecho y del marco de los derechos humanos. El respeto de los derechos humanos es el mejor antídoto contra el “terrorismo”;
erradicar la impunidad y la insuficiencia de los mecanismos de rendición de cuentas en materia de derechos humanos. A nivel nacional, una investigación completa e independiente del uso de la tortura y otros abusos contra los derechos humanos por parte de funcionarios estadounidenses sería muy eficaz a la hora de restaurar la confianza en que la verdadera justicia no se puede medir con un doble rasero. En el ámbito internacional, se debe apoyar a la Corte Penal Internacional para que se convierta en un eficaz instrumento de disuasión capaz de evitar crímenes horrendos y en un eficiente motor que impulse los derechos humanos;
escuchar la voz de las víctimas y responder a sus demandas de justicia. Los miembros del Consejo de Seguridad de la ONU deben comprometerse a no utilizar el veto en casos de genocidio, crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra u otros abusos a gran escala contra los derechos humanos. Deben promover un tratado internacional y otros instrumentos para controlar el comercio de armas pequeñas, que causan la muerte de medio millón de personas cada año;
reformar con urgencia y en profundidad la maquinaria de derechos humanos de la ONU con el fin de aumentar su legitimidad, eficiencia y efectividad. Reforzar en especial la capacidad de la ONU y de las organizaciones regionales para proteger a las personas que corren el riesgo de sufrir abusos contra los derechos humanos;
vincular la consecución de los Objetivos de Desarrollo del Milenio –formulados cuantitativamente– con el logro cualitativo de los derechos humanos, en especial los derechos sociales y económicos y la igualdad de las mujeres. Someter a los agentes empresariales y financieros a los mecanismos de rendición de cuentas en materia de derechos humanos;
proteger a los activistas de derechos humanos, cada vez más amenazados y más tachados de subversivos. El pensamiento liberal está en retroceso, y la intolerancia en auge. Hay que mantenerse vigilantes en la protección de la sociedad civil, pues la búsqueda de la felicidad depende tanto de ella como del Estado de derecho, de un poder judicial independiente, de unos medios de comunicación libres y de unos gobiernos elegidos democráticamente.
¿Asumirán los gobiernos y la ONU este programa? La comunidad de activistas de derechos humanos debe cumplir su cometido ahora más que nunca, movilizando a la opinión pública para que presione a los gobiernos y a las organizaciones internacionales. Durante 2004, la movilización popular en favor de las víctimas de los atentados de Madrid y del maremoto del océano Índico ha demostrado de múltiples formas la capacidad de la gente corriente para promover la esperanza, la acción y la solidaridad en lugar del miedo, la inacción y la indiferencia. Amnistía Internacional tiene fe en la capacidad de la gente corriente para propulsar cambios extraordinarios y, junto con nuestros miembros y simpatizantes, continuaremos actuando en 2005 en favor de la justicia y de la libertad para todos. Seguiremos siendo eternos sembradores de esperanza.

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